reflexiones de un

CURA DE PUEBLO

Una reflexión sobre la soledad

Al confesar a una persona anciana que, muy posiblemente está viviendo sus últimos días, me quede pensando sobre sus sufrimientos que son extensivos a toda persona. Pude comprobar que no estaba ciega, es decir, tenía una visión realista de toda su vida, con humildad y sin culpabilizar a nadie. Pero eso sí, tenía miedo a la soledad del tránsito de la vida a la muerte y como equipaje llevaba la maleta del dolor que le producía el no sentirse querida, a pesar de que estaba bien atendida en casa de la hija.

Eso me llevo a recordar que el miedo distorsiona la realidad, nos paraliza y nos desespera. Cuando perdemos el control, llega el terror y el miedo nos mete en una prisión. Todos los días tenemos que pedir al Señor que, a pesar de la tormenta de la vida, Él esté en medio de la barca, a nuestro lado, aunque sea dormido. La presencia de Jesús en la vida de un creyente es un verdadero consuelo.

En la Biblia aparece la expresión “No tengáis miedo” 365 veces, quizá nos sirva para cada día del año. Recordando a Erick Fromm, la vivencia de la «separatidad» es la fuente de toda angustia. Esto tiene que ver con ese sentido profundo de soledad que todos sentimos en diferentes momentos de la vida y que nos vuelve a meter en la prisión del miedo.

Estar separado significa estar aislado, desvalido, incapaces de aferrar el mundo -las cosas y las personas-. Nada nos llena, nadie nos hace felices para siempre y en todo momento. Ves tus límites y que, en último lugar, eres tú el que se muere, los demás pueden estar en la misma casa, pero la muerte o la enfermedad la padezco yo solo, en mi propia carne. Es como si hubieses caído en un pozo y los demás se asoman para darte ánimos y ayudarte, pero el que vive la angustia eres tú. Esto se ve muy claro en la ancianidad.

La separatidad causa también culpa y vergüenza. En el relato bíblico de Adán y Eva, después de haber comido del fruto del «árbol del conocimiento del bien y del mal», después de haber desobedecido -el bien y el mal no existen si no hay libertad para desobedecer-, después de haberse convertido en seres humanos, vieron que «estaban desnudos y tuvieron vergüenza». ¿Debemos suponer que la angustia de Adán y Eva venía de saberse observados y observar los genitales del otro? No, su angustia pasaba porque habían descubierto que eran diferentes, y por lo tanto alejados en cierto sentido el uno del otro y por tanto, la necesidad de superar esta soledad.

El ser humano tiene una forma de salvar esta separación: el amor. El amor maduro es la unión al otro sin dejar de ser yo mismo. Se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno, pero siguen siendo dos.

El amor siempre «sale fuera». El ser humano encuentra la unión cuando ama y no tanto cuando se siente amado.
Cultivar la espiritualidad pasa irremediablemente por cultivar el amor. Por tanto, en la medida que amamos, ya «ejercitamos» la espiritualidad. Por eso es necesaria la familia y la comunidad. Dios es amor. Este amor es la respuesta a la existencia del ser humano. Ese vacío que siente el hombre sólo lo puede llenar con el amor y la presencia de Dios. Tal y como estaba antes de desobedecer y comer del árbol en el paraíso.

¿Qué es lo que más consoló a esta persona anciana en su confesión? Pues que Dios es el que permanece fiel, a pesar de nuestros pecados e infidelidades. Disponer el corazón para el regalo de la gracia. No es nuestro esfuerzo, es su amor.