“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto del monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”
Para entender este pasaje, es necesario primero conocer la fiesta de las luces o también llamada “Jannukká”, que en tiempos de Jesús se celebraba con gran vigor.
Nos remontamos a la época de los Macabeos, donde el infame Antioco IV Epífanes profano el Templo colocando un ídolo en el altar y lo saqueó llevándose entre otros tesoros, la pieza de oro más preciada: “la menorá” o candelabro de 7 brazos que alumbraba continuamente el lugar santo. Esta menorá representa en sus 7 luces a los 7 ojos de Dios que todo lo ve. Ese candelabro es un signo que habla de Dios como luz en medio de las tinieblas del mundo.
Esta infamia provocó la indignación del pueblo de Israel y la revuelta macabea y aconteció Dios con dos milagros que llevaron a la re-dedicación del Templo y a la institución de esta fiesta para siempre.
¿Cuáles fueron los milagros? El primero fue que un pequeño grupo de hebreos armados con la fe, pudieran derrotar al potente ejército que los tenía sometidos. (Nos recuerda una vez más la gesta de David contra Goliat).
El segundo milagro nos cuenta como del aceite puro reservado para alimentar la menorá, apenas quedaba un poquito, solo para un día. Y ese poquito ilumino ocho días hasta llegar la nueva remesa de aceite.
Por eso se celebra la fiesta de “Jannukká” que dura ocho días. En el mes de diciembre.
Así surge el candelabro de 9 brazos, por los 8 días de aceite y uno más que se sitúa en el centro (es la del siervo) y con el que se van encendiendo las 8 restantes.
Para nosotros esa novena luz es la de Cristo (Siervo de Yavé) que da luz a todas las demás. Ya lo profetizó Simeón: “Será luz para alumbrar a los gentiles y gloria de Israel”.
Es una fiesta de 8 días donde se hace una bendición diaria y cada miembro de la casa enciende una de las 8 lamparas del candelero. Cristo alumbra nuestras tinieblas y nos convierte en luz para que podamos iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte. Estamos llamados a ser esa luz en tiempos de crisis, en la noche que vive el mundo.
Cristo es la menorá de la Iglesia, su totalidad y plenitud. Y en su nombre nosotros los cristianos estamos llamados a dar testimonio -sin miedo- en todo tiempo.
La luz no vive para sí misma. Solo tiene razón de existir cuando es útil a los otros mientras ella se consume. Dicho con otras palabras: entrega, servicio, donación, desgaste…
Tengo un testimonio muy elocuente. Ante la relativamente reciente muerte de una madre de siete hijos, (como las luces de la menorá), uno de ellos me comentaba como su madre fue luz. Dedico hasta el último día de su vida –con o sin enfermedad- a dar la vida por ayudar a cada hijo, por cuidar a los nietos, por servir a los abuelos, por atender a su marido minusválido, por entregarse al servicio de la Iglesia y regalar una sonrisa a todo el mundo sin que de sus labios salga una sola queja. Se ha marchado y ha dejado un vacío y oscuridad, dejando unos retos que cuesta mucho asumir a los hijos.
Y es que ser luz, es diluirse y dar la vida por quien lo pueda necesitar, como la sal en el guiso, que desaparece cumpliendo su misión de dar sabor. Y es que el secreto de la felicidad está precisamente en eso, en dar.